Hasta
que un telegrama cambió su vida: Delegación de Educación solicitaba
maestros para impartir clases en Murcia. Yecla, Campo de Béjar,
Valentín, donde vivió seis años. Tampoco había muchos más medios
materiales que en Galicia (“el mapa de España, la pizarra, el retrato de
Franco... No había casi pupitres y muchos alumnos traían las sillas de
su casa. Y también unos botes con brasas para calentarse los pies”) pero
recuerda esos años como magníficos, en los que hizo amigos que aún
conserva. “La casa de la maestra estaba encima de la escuela, el aseo
era una tabla con un agujero redondo”. Una clase en Valentín, con
cincuenta alumnas de todas las edades, “me respetaban mucho. Y yo a
ellas. Nunca fui partidaria del castigo físico o de menoscabar la
dignidad del alumno. Y aun me ven por la calle y me paran y me presentan
a sus hijos, nietos...”.
Finalizados los seis años obtuvo plaza en la Santa Cruz de Caravaca,
donde se jubiló. “La escuela rural es gratificante por la cercanía a las
familias, pero profesionalmente me encontraba muy sola”. Añora sus años
en la Santa Cruz, las compañeras, las excursiones con los alumnos pero
“decidí jubilarme por la edad y porque la nueva escuela no la entiendo.
Se ha perdido lo básico, el respeto: si los padres no respetan al
maestro, sus hijos, de verlos y oírlos, tampoco. Es muy difícil trabajar
así: si el niño aprende es que es listo, si no aprende es que el
maestro no hace nada”.
Pero Genoveva Ramos, doña Genoveva, huye de los lamentos. Ha sido muy
feliz en Caravaca y, cuando pasea por el pueblo y se detienen unas y
otros de sus alumnos a saludarla, a contarles cómo les ha tratado la
vida, la añoranza que sienten por auellos años en la escuela con ella,
sabe que tomó la decisión correcta cuando una mañana recibió una carta
en Galicia para que se trasladara a Caravaca.
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